¿Por qué no comenzamos noviembre con un cuento de amor?
El primer beso
El primer beso llegó el fin de semana siguiente, luego de un par de horas en Inssbruck, confitería de moda que buscaba parecerse a una típica casa de té alpina.
Era domingo a la tardecita y Claudia había sorteado con elegancia el primer papelón, una caída libre en medio de la calle Cerviño que dejó rastros de todo en la mini blanca de corderoy y un agujero humillante en la rodilla derecha de la media color natural.
Salieron de la confitería entre susurros y risas nerviosas y entraron a la camioneta F100. El la besó enseguida, no quedaba nada por decir: afuera el invierno seguía tenaz como la lluvia.
Cuando puso los pies sobre la tierra ya estaba el Civil, en la iglesia, en la fiesta. Pasó apenas un año y medio entre aquel primer encuentro en el subte y el altar. Luego llegaron los dos hijos, los años, las mudanzas, la vida misma.
Él la conquistó cuando le devolvió las ganas de reír y porque dejó que ella creciera in agobiarla.
Supo retenerme, dice Claudia: ¡logró siempre el equilibrio entre estar a mi lado, presente, sin abrumarme ni asfixiarme”.
Cuando él le habló de casamiento, ella se jugó sin medir el significado del “para toda la vida”. No la emocionó la idea porque no es esa clase de mujer romántica que vibra con la película de Meryl Streep y De Niro que el mundo le nombra cada vez que cuenta su historia y “porque a los veintipico toda la vida es mucho tiempo”
No es una romántica, no.
Pero los ojos se le achinan en la risa emocionada cada vez que cuenta qué sintió el día que cambió su vida, ese día que descubrió que estar enamorada también podía ser sinónimo de ser feliz…
(Aut@r anónim@)