Cuando se acercan las fiestas de fin de año, día de la Virgen de Caacupé, Navidad, etc., los paraguayos necesitamos vehementemente viajar a nuestro país.
Cuando abandonamos nuestro terruño buscando hallar en el exterior otros horizontes que permitan canalizar nuestras inquietudes o necesidades, nos encontramos con sentimientos ambivalentes: el dolor de la partida y la esperanza de encontrar en país extraño lo que nos ha empujado a emigrar.
Pero cuando se acercan las festividades de diciembre, parece ser que a los paraguayos nos agarra la picazón incontenible volver a nuestro lugar de origen, para mitigar la terrible desazón de nuestra añoranza o tal vez para calmar el sentimiento de culpa por haber abandonado a los seres queridos, en la creencia de que, tal vez, nos saquemos de encima esa opresiva necesidad espiritual que nos causa el techaga’ú.
O quizá, como una manera de evitar ser absorbidos culturalmente por el país que nos cobija como inmigrantes.
Aunque, a decir verdad, eso no es tarea fácil, ya que los paraguayos tenemos bien claro que el ser y pertenecer a nuestro país tienen raíces tan profundas que, inculcadas por nuestros ancestros, son imposibles de suprimir porque son los vínculos que nos unen y determinan la identidad nacional.
Aun así, también existe otra realidad: el drama del doble desarraigo que sufren algunos de nuestros compatriotas que dejaron el lugar y los afectos donde vivían para partir a otros lares (Por ejemplo, en Argentina es considerado ‘paragua’ y cuando retorna al país de origen, encuentran que son extranjeros en su propia tierra porque se los considera “curepa”).
Es decir que “en ningún lado le dan el lugar que merecen. Traduciendo al idioma guaraní, podría decirse que “nda ijai moốvé».
Es que el lugar que dejamos y los seres queridos que quedaron también cambiaron; al igual que esa comunidad, por haber perdido a quien partió y por las modificaciones, para bien o para mal que trae el paso del tiempo.
La familia de se achicó o amplió, el barrio o el pueblo crecieron o se deterioraron, las costumbres cotidianas cambiaron.
Los que hemos sufrido el doble desarraigo conocemos lo desgarrador que resulta esa situación porque, en esencia, no hemos cambiado, seguimos siendo los mismos
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