Diana Peinado (*)
María terminó de preparar las cosas en la cocina y lentamente, ayudada por su bastón, empezó a llevarlas al salón, cada vez le costaba más distinguir las formas de los objetos, la culpa la tenían las cataratas, que desde hacía años le estaban apagando la luz del exterior, pegó el oído al tabique y escuchó, no se oía nada, su vecino aún no había encendido la televisión, estaría esperando al igual que ella a que dieran las nueve.
—Le he dejado la ropa planchada en el cuarto, ya está limpia toda la casa, hasta la semana que viene.
A María también venía una señora a limpiarle la casa, era su único contacto con el exterior, ese y la asistenta social que una vez al mes la acompañaba al centro de salud para hacerse las revisiones, desde que había muerto su marido hace casi cinco años se había sentido tremendamente sola, hasta aquel día en el que empezó a escuchar la televisión al otro lado, le hubiera gustado conocerle, pero pertenecían a bloques diferentes y lo único que tenían en común era esa pared del salón.
Al otro lado, Antonio pegó el oído al tabique y no oyó nada, quizás su vecina tenía la suerte de no estar sola en casa aquella noche, estaba fascinado con aquella mujer que día tras día veía en la televisión lo mismo que él, pero que nunca hablaba con nadie, salvo los viernes por la mañana, en los que oía a una mujer contar chisme tras chisme e historias sobre su marido e hijos y luego se despedía hasta la semana siguiente.
Colocó todas las cosas sobre la mesa y no pudo evitar llorar, se sentía solo desde que murió su mujer, pero hoy doblemente solo, pues era la primera Nochebuena sin ella, su hijo vivía en otro país y no podía acompañarle.
¡ Qué triste se hacía esta época del año en su situación, pensó que nadie debería estar solo en Navidad.
—¡Oiga! ¡Vecino! Al momento se sintió avergonzada, pero ya era tarde, al otro lado se escuchó una voz cascada y grave:
—¿Es a mí? ¿Tengo la televisión demasiado alta y la he molestado?
—No, ¡Dios mío! En absoluto, es que he escuchado que estaba ahí y quería desearle una Feliz Nochebuena.
—Muchas gracias, señora, aunque cuando se está solo, es más noche y menos buena… Perdone la indiscreción, pero ¿no la celebra usted con nadie?
—No tengo familia, quedé viuda hace cinco años y no tuve hijos, ¿Y usted?
—Enviudé en enero y mi hijo vive en Noruega y no puede venir… Perdone mi atrevimiento, pero si ambos estamos solos ¿Por qué cenar separados? Me llamo Antonio y estaría encantado de compartir la cena si viniera a mi casa.
—Muchas gracias, mi nombre es María y me encantaría, pero ya apenas veo y no puedo ir a ningún sitio, pero sería un honor recibirlo en mi casa. Mi puerta es la letra C.
—Por supuesto que iré, tardaré un poco, pues la artritis me obliga a andar muy lento, ¡Ahora nos vemos!
(*) escritora española contemporánea (revista almiar. margencero)
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