Hace 25 años, una Convención Nacional Constituyente, reunida en representación del pueblo paraguayo, sancionaba la actual Constitución Nacional.
Un cuarto de siglo ha vivido ya nuestro país con una herramienta jurídica dictada con la expresa intención de establecer la democracia en la República del Paraguay, después de 53 años de sucesivos regímenes omnímodos, autoritarios, de partido único, sin comicios libres o con elecciones fraudulentas.
Como resultado, puede afirmarse, hoy en día, que nuestra Constitución tiene muchos más puntos positivos que negativos; estos últimos se reducen a grietas jurídicas, fallas institucionales que, en determinados casos, no podían haber sido previstas en aquel momento.
De cualquier manera, se convirtieron en rendijas por las que pudieron infiltrarse las maniobras malintencionadas y oportunistas. Hay una realidad evidente: si la Constitución paraguaya tuviese que regir en cualquiera de los países más civilizados del mundo actual, funcionaría de maravillas; Y, a la inversa, si adoptáramos la que fuese considerada la mejor Constitución del mundo, muy pronto nuestros gobernantes y políticos convertirían su aplicación concreta en una práctica desastrosa. Es el elemento humano el que nos falla en el Paraguay.
Fue dictada apenas dos años y medio después del derrocamiento del tirano Stroessner. Con un Partido Colorado que todavía no había dejado el stronismo atrás, con funcionarios y dirigentes de la época de la dictadura que todavía permanecían activos, era de esperar que el resultado de aquella Convención no fuera sino una prolongación de lo que ya había. Afortunadamente, no fue así.
La intención de los convencionales constituyentes del 92 era la mejor, sin duda, aunque muchos de ellos carecían de la experiencia indispensable para prever cómo funcionarían las nuevas instituciones y los procedimientos que introdujeron, sin experiencia alguna en materia de definición y construcción de la democracia deseada.
Como resultado, puede afirmarse, hoy en día, que nuestra Constitución tiene muchos más puntos positivos que negativos; estos últimos se reducen a grietas jurídicas, fallas institucionales que, en determinados casos, no podían haber sido previstas en aquel momento. De cualquier manera, se convirtieron en rendijas por las que pudieron infiltrarse las maniobras malintencionadas y oportunistas.
Lo que dejó bien demostrada esta experiencia de veinticinco años de vigencia de una Carta Magna democrática es que, en el Paraguay, de nada valdría siquiera una Constitución cuasiperfecta si la tuviesen que aplicar los políticos que tuvimos y tenemos durante este lapso. Hay una realidad evidente: si la Constitución paraguaya tuviese que regir en cualquiera de los países más civilizados del mundo actual, funcionaría de maravillas; y, a la inversa, si adoptáramos la que fuese considerada la mejor Constitución del mundo, muy pronto nuestros gobernadores, legisladores, los miembros del Poder Judicial y de los organismos extrapoder, nuestros políticos y dirigentes más ambiciosos, convertirían su aplicación concreta en una práctica desastrosa.
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