Texto y fotos: Gustavo Moure (*)
El desvencijado carguero de madera Aquidabán recorre una vez por semana el río Paraguay, hasta sus límites con Bolivia y Brasil. Una crónica profunda con historias de gente en el medio de transporte que los ayuda a sobrevivir y a llegar a destino.
El río vio llegar al barco. Pasajeros se reparten sobre arpilleras, hamacas y cajones de mandioca. Barco casa. Personas con cara de río, personas/barco, sinonimia pura, seres de un tiempo anterior. Ciudad flotante de cacharros y recados a la espera de su puerto. La barca no trae a Noé, es más bien profana, pero también lleva todo lo necesario para asegurar la continuidad de la vida en los territorios del pantanal.
Concepción. Martes 10.30. El motor Scania de seis cilindros acoplado a la popa del «Aquidabán» tose una bocanada de humo negro. Los «cachapés», carros tirados por burros que en esta zona representan el principal medio de transporte terrestre, muestran la prisa de la partida descargando gente en el puerto y objetos de lo más diversos. Entre la costa y el barco, un precario tablón se arquea al compás del paso de los bodegueros que llenan de mercaderías un enorme buche debajo de la cubierta de proa. Faltan 30 minutos para que el «Aquidabán» zarpe con destino a Bahía Negra, a tres días de navegación, donde Paraguay se despide del mapa y su gran río se disemina en el pantanal más grande del mundo, que los guaraníes comparten con Brasil y Bolivia. Conviene no perderse el barco, porque la próxima salida recién ocurrirá, con suerte, una semana después.
Cuando el «Aquidabán» zarpa, sin pañuelos blancos ni despedidas emotivas, no queda sitio alguno para colgar hamacas, y muchos ni siquiera gozamos del derecho de apoyar la cola aunque más no fuera en el piso, privilegio que llegará 12 horas después. Ángel Desvars, el dueño de «Aquidabán», sostiene que la nave zarpó de Concepción con 218 pasajeros, doblando su capacidad, que entre camarotes, hamacas, asientos y recovecos, admite alrededor de 100 personas a bordo.
Fantasmas. En la primera noche de viaje, el profesor Inocencio Gómez comparte guitarra y anécdotas. Se dirige hacia San Carlos, donde ejerce como director de la escuela local y donde permanecerá hasta noviembre, cuando termina el ciclo lectivo. Cuenta que llegó allí luego de ganar un concurso en Asunción, y sus ojos se iluminan cuando enseña las fotos de su escuela, donde 75 alumnos reciben educación bilingüe. Cuando la proa del «Aquidabán» rompe la tierra de la costa en el puerto de San Carlos, Inocencio se despide; junto a él baja una señora con la cara tapada que ni aún así puede ocultar la hinchazón de su rostro: viaja a Concepción a tratar una infección, porque no hay dentistas –ni médicos en general– en todo el Chaco. El Scania vuelve a rugir, el tablón puente estalla contra la proa, y los reflectores se apagan. El «Aquidabán» zarpa, cubriéndose otra vez con el manto negro de la noche, dejando atrás historias que continuarán existiendo en el silencio del monte, lejos de estas inútiles páginas.
Mañana del miércoles. Nubes de humo se acercan hacia el barco. Parecen los minutos posteriores a un bombardeo, pero no. Se trata de humo de palma, el árbol que pulula en la zona utilizado para alimentar los hornos de cal de Itapucu-Mí, que significa «hueco en la piedra». En esta zona el humo es habitante perenne. Como en muchos puertos, la falta de espacio hace que un barco oficie de muelle de otro barco, y el carguero «Don Tito» se posa junto al «Aquidabán». Desde su cubierta, un grupo de trabajadores, con la cal impregnada en la piel, observa en silencio la labor en que se ha emprendido el barco. La cal se ha vuelto trabajo para muchos en el alto Paraguay, donde se supone que el mineral tiene una pureza cercana al ciento por ciento.
Cuando el barco alcanza Vallemí, en su segunda noche, media docena de trabajadores se encuentra descansando dentro de sus carretillas. Acababan de cumplir con la tarea de cargar con arena, a pura pala y carretilla, la cubierta de proa de un remolcador, a cambio de 50 mil guaraníes (unos 12 dólares) per cápita.
Desde Vallemí en adelante, la ribera de la derecha es parte del Brasil, y Paraguay queda recostado hacia el oeste, donde se observan las ruinas de la fábrica de tanino del imperio de Carlos Casado, que dominó la región durante décadas, y hoy sólo quedan pobreza y los reclamos de los campesinos por la tierra.
Contrabando y jornaleros. «Curepa, ¿querés una naranja?», me ofrece un muchacho que viaja junto con otra media docena en plena cubierta. Acepto, y me presta su navaja Tramontina mientras continúa el diálogo. «Voy a Carmelo Peralta, contrabandeo tabaco, en cajetillas, marca Kentucky», amplía. Cuando le pregunto sobre el origen de la mercadería, cuenta que no es robada, sino que la misma tabacalera oficia de proveedora. ¿Cuál es el negocio para la tabacalera?, le pregunto. «Se evitan pagar el flete, que es carísimo en esta zona, y además nosotros conocemos a los compradores. Cruzamos a Brasil por isla Margarita a la noche. Tenemos nuestro propio muelle». ¿Y la policía? «La brasileña es bastante jodida, mucho más en la triple frontera, pero los paraguayos juegan al fútbol con nosotros, somos amigos».
El muchacho cuenta que también contrabandea yerba mate «Kurupy», la favorita de los brasileños, aunque en ese caso sólo oficia de revendedor: la compra en Paraguay a 4.500 guaraníes y la revende en Brasil a 6 reales, quedándose con una ganancia cercana a 2,5 dólares por paquete. Antes de despedirse, me recomienda que me cuide de la policía brasileña: «te buscan cualquier cosa para dejarte adentro. Nosotros caemos seguido, pero a las 24 horas nos dejan salir con la fianza. Aun así, el negocio es conveniente».
El resto de la población del barco está compuesta, en su mayoría, por trabajadores golondrina. Viajan a donde sus patrones los llevan. Los «patrones» son estancieros brasileños, dueños de grandes extensiones de tierra en ambas costas del río. Faustino León, habitante de Vallemí, dice que el gobierno «ni se entera» de lo que pasa en el alto Paraguay, y que por eso es normal que los brasileños compren tierras, aunque hay leyes que prohíben su adquisición por parte de extranjeros a menos de 50 kilómetros de la frontera.
Noche del jueves. Uno de los peones se acerca a entablar diálogo, curioso de que haya «curepas» en el barco, y tiene razón: en un universo de guaraníes, somos apenas tres los argentinos a bordo. El hombre en cuestión se llama Pedro Duarte y dice que sus patrones nunca fueron paraguayos, sino argentinos o brasileños. Ahora se dirige a cercar tierras destinadas a la explotación ganadera. Me cuenta que suelen quedarse unos tres meses con los «patrones», a cambio de «mercadería y una mensualidad».
Pedro Duarte tiene tres hijos que viven con su hermana. Es de Yby Yaú, un pueblo a unos 80 kilómetros de Concepción. Cuenta que siempre trabajó así, desde los 11 años. Ahora tiene 48, y ante la pregunta de cuánto tiempo continuará como jornalero, responde: «tenemos que aguantar y cuando no aguantemos más viviremos de mandioca, de chanchos, gallinas».
Cuando la conversación ha ganado en confianza, Duarte, que admite hacer un esfuerzo para hablar en castellano, llama a su «curepa» entrevistador «aprendedor de vida de otras personas», y entonces pienso si en algún manual de periodismo existe una definición tan genuina del oficio. Luego, a cambio de nada, ofrece como mera «gentileza», «una paraguayita en el próximo puerto», porque asegura que así se trata a los buenos amigos. Su ofrecimiento concluye con una aclaración: que no me preocupe si la dama no habla castellano, porque igual nos entenderemos. Si bien el «Aquidabán» no funciona como zona franca de prostitución, la oferta sexual finalmente aparece.
En extinción. En 1979, la hoy desaparecida y mítica «Flota Mercante del Estado Paraguayo» entró en quiebra. La noticia alentó a los astilleros de la familia Desvars, de Concepción, a construir un carguero fluvial de madera que cubriera la vacante que se abría: así nació «Aquidabán», matrícula 1524, con 39,80 metros y de eslora, seis de manga, y 1,80 de puntal. Apenas botado el buque, Miguela ya estaba allí. Se trata de un personaje tan emblemático como la nave. Lleva 35 años vendiendo en los barcos que surcan el río, y antes del «Aquidabán» trabajó a bordo del «Carmen Leticia», del «Tres Fronteras» y del «Tío José».
Esta chaqueña, que como toda mujer esconde su edad, cuenta que nació en Puerto Pinasco, y que llegó incluso a trabajar en los obrajes tanineros de Puerto Casado. Miguela comenta que las cruces que se ven en la costa a lo largo del recorrido recuerdan en general a los muchos ahogados que tiene el barco en su haber, porque no es un mito que en el río se bebe, y mucho.
Pero Miguela cuenta los días que le faltan para despedirse del barco: «te mata el corazón», afirma. «No es vida buena. No tenemos dónde dormir, comemos pura mortadela». Piensa su viaje final para enero de 2012, para luego ponerse un copetín en Concepción.
El tiempo del «Aquí» se acaba: existe un proyecto, ya en realización, para unir por carretera las ciudades de Concepción y Vallemí, actualmente comunicadas sólo por un camino de tierra casi intransitable, salvo en tiempos de sequía. Aunque la ruta integraría a muchas comunidades ribereñas al continente, otras quedarían aún más aisladas si el barco deja de pasar, especialmente las situadas entre Vallemí y Bahía Negra, tramo que el proyecto no contempla.
Ángel Desvars entiende que su barco es casi un servicio social, y cuenta que de toda su familia, él es el único que ha continuado con la empresa de su padre. Admite que cuando el barco debe ser reparado, como ocurrió durante dos meses en 2010, la gente queda prácticamente aislada. Y además, sabe que es más rentable trabajar solamente con carga, por lo cual descarta la idea de construir otro barco. «‘Aquidabán’ es el último», dice Desvars, y la sentencia genera inevitablemente incertidumbre y hasta un dejo de tristeza, porque es una realidad que el barco tiene los días contados.
Desvars dice que el paraguayo es sufrido, y que, seguramente, no tendrá problema en viajar junto al ganado en pie que transportan muchos remolcadores por el río. La pregunta es si ese sufrimiento es un castigo divino, y también, si alguna vez terminará.
(*) elargentino.com
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