La prostitución está tanto o más presente y vigente hoy que cuando los mercaderes transportaban a su mercancía humana en barcos que traían desde tierras “salvajes”. A diferencia de entonces, la esclavitud de hoy se recubre de gruesas capas de hipocresía, cinismo y pensamiento “correcto”.
Y a desemejanza de entonces, no tiene una forma sino varias. La más grave quizás es la prostitución: Que consiste en la compra de un cuerpo ajeno (por minutos, por horas, por toda una vida) para su uso.
Algunas mentes “bien pensantes” suelen argumentar que, dueñas de su cuerpo, las mujeres son libres de hacer con él lo que quieren. E incluso aparecen los propulsores de la legalización de la prostitución (¿acaso lo proponen para consumirla sin cargo de conciencia? ¿Les gustaría ver a sus hijas, hermanas, madres, ejerciendo esa profesión “legalizada”?) Es una de las versiones más aberrantes del pensamiento acomodaticio, oportunista y cobarde que se viste de “progresista”. Los consumidores de prostitución están en todas las clases sociales, en todos los niveles culturales y económicos, en todas las profesiones y oficios. Muchísimos de ellos pasan por honorables ciudadanos, dirigentes, jefes de familia. Y contribuyen con lo suyo al sostenimiento de enormes y poderosas mafias, de verdaderas industrias de la trata de personas y del crimen, que inevitablemente se enquistan en los gobiernos y se asocian con ellos.
El Congreso Nacional ya debería sancionar leyes y crear programas con la Secretaría de Derechos Humanos para asistir, monitorear y prevenir a personas víctimas de graves sometimientos por su estado de vulnerabilidad, como es la trata. Entonces a través de leyes y decretos se faculta destinar recursos para formar equipos interdisciplinarios, interinstitucionales, en los que se diseñan acciones de intervención inmediata, de asistencia y de protección judicial y policial para las víctimas.
El país y los padres de los jóvenes no deberían descuidar el patrimonio más preciado que tienen dejándolos a merced de quienes ven en ellos sólo mercados, industrias varias (ofertas sexuales en internet, alcohol, comida chatarra, artefactos de conexión, toda la industria de la noche y buena parte de la de diversión) que afinan sus argumentos e instrumentos para atraerlos voraz y vampíricamente ante la ausencia de filtros y contención.
¿Cómo podría sobrevivir un grupo humano que no valorara y cuidara a sus niños y jóvenes?, se pregunta James Rachels (1941-2003) en su extraordinaria Introducción a la filosofía moral. No es casual que un interrogante así se plantee en dicha obra. El cuidado de los chicos y los jóvenes es una cuestión moral.
Para cualquier grupo humano, desde una familia hasta un país en su conjunto, la valoración y el cuidado de ellos está vinculado a la continuidad de su historia, a la transmisión y honra de los valores esenciales de la vida y a la trascendencia.
Rachels señala: “Si un grupo no cuida a sus jóvenes estos no sobrevivirán y los miembros más viejos del grupo no serán remplazados. Después de un tiempo el grupo se extinguiría”. Cualquier grupo que continúe existiendo debe cuidar a sus jóvenes, dice. Y concluye con énfasis: “Los niños y jóvenes a los que no se cuida deben ser la excepción, no la regla”.
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