Rafael Luis Franco (frarafael@gmail.com)
Realicé esta versión, un tanto libre, estilo siglo XXI, de la famosa “Alegoría de la caverna”, el diálogo de Sócrates y Glaucón publicado en “La República”, de Platón (Libro VII, Eudeba, 1985, pp. 381-385), con ligerísimos cambios en las expresiones. Lo que está entre corchetes son acotaciones al margen y la locución sic significa que es copia textual. El que principia el diálogo es Sócrates.
En algún lugar de Sudamérica.
“—Y ahora —proseguí— compara con el siguiente cuadro imaginario el estado de nuestra naturaleza según esté o no esclarecida por la educación. Represéntate a unos hombres encerrados en una especie de vivienda subterránea en forma de caverna, cuya entrada, abierta a la luz, se extiende en toda su longitud. Allí, desde su infancia, los hombres están encadenados a un plan social, de suerte que mayormente los hace permanecer inmóviles sin necesidad de salir a buscarse un sustento, además están frente a un televisor y solo pueden ver los programas de un solo canal. Detrás de ellos, a cierta distancia y a cierta altura, hay una luz que los alumbra, y entre esa luz y ellos se extiende un camino escarpado, lleno de piedras y con una gran pendiente, a lo largo del cual imagina que se alza un muro semejante al biombo que los titiriteros levantan entre ellos y los espectadores y por encima del cual exhiben sus fantoches.
—Imagino el cuadro —dijo.
—Figúrate además, a lo largo del muro, a hombres que llevan objetos de toda clase y que se elevan por encima de ella, objetos que representan, en piedra o en madera, figuras de hombres y animales y de mil formas diferentes. Y como es natural, entre los que los llevan, algunos conversan, otros pasan sin decir palabra.
—¡Extraño cuadro y extraños cautivos! —exclamó.
—Semejantes a nosotros —repliqué—. Y ante todo, ¿crees tú que en esa situación puedan ver, de sí mismos y de los que a su lado caminan, alguna otra cosa fuera de las sombras que se proyectan, al resplandor de la luz, sobre el fondo de la caverna expuesto a sus miradas?
—No —contestó—, porque están obligados a tener inmóvil la cabeza durante toda su vida si quieren seguir cobrando el plan.
—Y en cuanto a los objetos que transportan a sus espaldas, ¿podrán ver otra cosa que no sea su sombra?
—¿Qué más pueden ver?
—Y si pudieran hablar entre sí, ¿no juzgas que considerarían objetos reales las sombras que vieran?
—Necesariamente.
—¿Y qué pensarían si en el fondo de la prisión hubiera un eco que repitiera las palabras de los que pasan? ¿Creerían oír otra cosa que la voz de la sombra que desfila ante sus ojos?
—¡No, por Maradona! [en el original dice Zeus] —exclamó.
—Es indudable —proseguí— que no tendrán por verdadera otra cosa que no sea la sombra de esos objetos artificiales.
—Es indudable —asintió.
—Considera ahora —proseguí— lo que naturalmente les sucedería si se los librara de sus planes a la vez que se los curara de su ignorancia. Si a uno de esos cautivos se lo libra de sus cadenas y se lo obliga a ponerse súbitamente a trabajar, a volver la cabeza, a caminar, a mirar a la luz que proyecta sus sombras, todos esos movimientos le causarán dolor y el deslumbramiento le impedirá distinguir los objetos cuyas sombras veía momentos antes. ¿Qué habría de responder, entonces, si se le dijera que momentos antes solo veía vanas sombras, puras ilusiones, y que ahora, más cerca de la realidad y vuelta la mirada hacia objetos reales, nada de relato, goza de una visión verdadera? Supongamos, también, que al señalarle cada uno de los objetos que pasan se le obligara, a fuerza de preguntas, a responder qué eran; ¿no piensas que quedaría perplejo y que aquello que antes veía habría de parecerle más verdadero que lo que ahora se le muestra?
—Mucho más verdadero —dijo.
—Y si se le obligara a mirar la luz misma, ¿no herirá esta sus ojos? ¿No habrá de desviarlos para volverlos a las sombras, que puede contemplar sin dolor? ¿No las juzgará más nítidas que los objetos que se le muestran?
—Así es —dijo.
—Y en caso de que se lo arrancara por la fuerza de la caverna —proseguí— haciéndolo subir por el áspero y escarpado sendero, y no se lo soltara hasta sacarlo a la luz del Sol, ¿no crees que lanzará quejas y gritos de cólera diciendo por ejemplo “vamoa volvé”? Y al llegar a la luz, ¿podrán sus ojos, deslumbrados distinguir uno siquiera de los objetos que nosotros llamamos verdaderos?
—Al principio, al menos, no podrá distinguirlos —contestó.
—Si no me engaño —proseguí—, necesitará acostumbrarse para ver los objetos de la región superior. Lo que más fácilmente distinguirá serán las sombras, luego las imágenes de los hombres y de los demás objetos que se reflejan en las aguas y, por último, los objetos mismos; después, elevando sus miradas hacia la luz de los astros y de la luna, contemplará durante la noche las constelaciones y el firmamento más fácilmente que durante el día el Sol y el resplandor del Sol.
—Sin duda.
—Por último, creo yo, podría fijar su vista en el Sol, y sería capaz de contemplarlo, no solo en las aguas o en otras superficies que lo reflejaran, sino tal cual es, y allí donde verdaderamente se encuentra.
—Necesariamente —dijo.
—Después de lo cual, reflexionando sobre el Sol, llegará a la conclusión de que este produce las estaciones y los años, lo gobierna todo en el mundo visible y que, de una manera u otra, es la causa de cuanto veía en la caverna con sus compañeros de cautiverio.
—Es evidente —afirmó— que, después de sus experiencias, llegaría a esas conclusiones.
—Si recordara entonces su antigua morada y el saber que allí se tiene, y pensara en sus compañeros [sic la palabra compañeros] de esclavitud, ¿no crees que se consideraría dichoso con el cambio y se compadecería de ellos?
—Seguramente.
—Y suponiendo que allí hubiese honores, alabanzas y recompensas, como bolsos de comida, establecidos entre sus moradores para premiar a quien discerniera con mayor agudeza el relato, las sombras errantes y recordara mejor cuáles pasaron primeras o últimas, o cuáles marchaban juntas y que, por ello, fuese el más capaz de predecir su aparición, ¿piensas tú que nuestro hombre seguiría deseoso de aquellas distinciones y envidiaría a los colmados de honores y autoridad en la caverna? ¿O preferiría, acaso, como dice Homero, “trabajar la tierra al servicio de otro hombre sin patrimonio” y sufrirlo todo en el mundo antes que volver a juzgar las cosas como se juzgaban allí y vivir como allí se vivía? [sic sic, tal cual lo dijo Sócrates]
—Yo, al menos —dijo—, creo que estaría dispuesto a sufrir cualquier situación antes que vivir de aquella manera, antes que volver al pasado. [sic, un calco de los que muchos piensan en la actualidad]
—Y ahora considera lo siguiente —proseguí—: supongamos que ese hombre desciende de nuevo a la caverna y va a sentarse en su antiguo lugar, ¿no quedarán sus ojos como cegados por las tinieblas, al llegar bruscamente desde la luz del Sol?
—Desde luego —dijo.
—Y si cuando su vista se halla todavía nublada, antes de que sus ojos se adapten a la oscuridad —lo cual no exige poco tiempo—, tuviera que competir con los que continuaron encadenados, dando su opinión sobre aquellas sombras, ¿no se expondrá a que se rían de él? ¿No le dirán que por haber subido a las alturas ha perdido la vista y que ni siquiera vale la pena intentar el ascenso? Y si alguien ensayara libertarlos y conducirlos a la región de la luz, y ellos pudieran apoderarse de él y matarlo, ¿es que no lo matarían? [sic, sic, sic, tal cual, más actual imposible]
—Con toda seguridad —dijo.
—Pues bien —continué—, ahí tienes, amigo Glaucón, la imagen precisa a que debemos ajustar, por comparación, lo que hemos dicho antes: el antro subterráneo es este mundo visible; el resplandor de la luz que lo ilumina es la luz del Sol; si en el cautivo que asciende a la región superior y la contempla te figuras el alma que se eleva al mundo inteligible, no te engañarás sobre mi pensamiento, puesto que deseas conocerlo. Dios sabrá si es verdadero; pero, en cuanto a mí, creo que las cosas son como acabo de exponer. En los últimos límites del mundo inteligible está la idea del bien, que se percibe con dificultad, pero que no podemos percibir sin llegar a la conclusión de que es la causa universal de cuanto existe de recto y de bueno; que en el mundo visible crea la luz y el astro que la dispensa; que en el mundo inteligible, engendra y procura la verdad y la inteligencia, y que, por lo tanto, debemos tener fijos los ojos en ella para conducirnos sabiamente, tanto en la vida privada como en la pública.»
Bien, aquí termina este genial relato, aunque al final sabemos lo que le pasó a Sócrates: terminó muerto por los hombres de las cavernas.
/N. de R. – En «El mito de la caverna», a través del diálogo que Platón pone en boca de Sócrates y Glaucón, se describe un espacio en el cual permanecen desde su nacimiento unas personas encadenadas, de forma que, inmóviles, únicamente pueden mirar hacia la pared del fondo de la caverna. Sobre esta pared se dibujan las sombras de los movimientos de unas personas, gracias al resplandor de una hoguera. Los prisioneros no tienen ningún contacto con el exterior, y tampoco pueden ver ni la hoguera ni las personas que se mueven detras suyo. Las sombras significan las apariencias, lo que captamos a través de los sentidos y que pensamos que es real, mientras que la verdadera realidad, el mundo exterior, permanece desconocido e inaccesible./
Esta alegoría explica cómo es guiar a las personas al conocimiento (educación), intentando liberarlas de las ataduras de la realidad de la caverna. Según este filósofo, la gente llega a sentirse cómoda en su ignorancia y puede oponerse, incluso violentamente, a quienes intentan ayudarles a cambiar.
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