Idiotas e imbéciles

José Manuel Silvero (*)

Etimológicamente, idiota significa aquel que se ocupa solamente de sus asuntos privados y ningunea lo público. Idiota podría ser el empresario transportista que, en la perversa intimidad de su egoística “cuestión privada”, desconoce el verdadero sentido del servicio público.

La grandeza de una nación no se encuentra en los discursos electorales ni en los símbolos coloridos de cualquier partido, sino en el discurrir diario de la gente, en el proceder cotidiano, en el ir y venir de familias que trabajan en pos de un Paraguay mejor.   
   
Tristeza inunda nuestros ojos al observar de qué manera los idiotas bestializan a miles y miles de seres humanos todos los días. Vampiros egoístas que desangran la dignidad y autoestima de gente que estudia, trabaja y sostiene honestamente este hermoso país.   
   
Maltratos verbales, excluyentes y herrumbrados molinetes, asientos rotos de fibra de vidrio con agujeros incorporados, frenadas bruscas y corridas desesperadas, bocinazos en do mayor, calor insoportable, sauna improvisada, vendedores de estampas con calendario incluido, músicos del Altiplano y dúos de polkeros, caballos locos en acción con puñal extralargo, apocalípticos predicadores de miradas perdidas, apretadito-apretadito, cachaca a full, colgados en las estriberas al estilo Tom Cruise, cubiertas desgastadas, diferencial averiado. El pasaje no se devuelve. Espere otro ómnibus (omnis: todos, y bus: sufijo que pluraliza). El lugar de todos -del chofer maltratador, del oportunista predicador, de los músicos sin trabajo, de los ladrones de poca monta, de los niños explotados, de todos-, menos del idiota.

¿Por qué tanto maltrato cívico? ¿Cuál es la razón que habilita tanta negligencia al punto de convertir la cotidianeidad en un gran escenario eutanásico?

No hay otra respuesta más que la imbecilidad que nos engalana como usuarios. Etimológicamente, imbéciles son aquellos que carecen de firmeza, que no tienen un soporte que les ayude a caminar erguidos. Esto es, educación.

La mefistofélica maldición de ser parias en una lata con ruedas no se rompe con silencios. Los idiotas, coleccionistas de chatarras, saben que los imbéciles usuarios callan y sufren su destino como si de un karma se tratara.

Un día nuestros ómnibus estarán a la altura de nuestras exigencias, pero antes, los idiotas deben entender que el mundo ha cambiado, que los usuarios merecen respeto y consideración. Que la tendencia es usar el transporte público y así salvaguardar el ambiente de tanta contaminación. Que el intenso calor se puede aplacar con tecnología poco contaminante y con vehículos con aire acondicionado. Que innovar y mejorar son dos conceptos que reditúan ganancias. Que las nuevas generaciones se merecen un trajinar más digno, uno que esté en consonancia del tiempo presente. Asimismo, las autoridades, esas que lucran con ficticias instituciones a costa del sufrir ajeno, deberán jubilar a sus recaudadores y atender el clamor de la gente.   
   
¿Qué será de nosotros si no cambiamos? ¿Se librarán nuestros hijos de la muerte biográfica, esa que todos los días sentimos al subir en un transporte público? ¿Nuestros nietos recurrirán a las paradas y cruzarán las avenidas por seguros viaductos? ¿Las nuevas generaciones aprenderán a vivir en ciudades? ¿Habrá menos idiotas y pocos imbéciles?

Ansío que las generaciones futuras, aquellas que festejarán el Tricentenario, se burlen de nosotros los imbéciles. Que la historia registre los nombres de todos los idiotas que matan minuto a minuto las ilusiones y las posibilidades de tener una vida mejor. Que de aquí a cien años nos juzguen como los incapacitados para organizar una ciudad y trabajar en pos de un servicio público medianamente decente. Que seamos olvidados y ninguneados, los unos por idiotas y nosotros por imbéciles.

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