Hablemos un segundo de Argentina
Jorge Lanata (*)
Hablemos un segundo de Argentina, en verdad, de Buenos Aires, una ciudad que se fundó dos veces. ¿Alguien puede nacer dos veces?
Buenos Aires lo hizo: fue fundada en 1536 y en 1580, con otra pequeña duda: a principios del siglo XX, el promotor del proyecto del puerto de Buenos Aires, Eduardo Madero, encontró en el Archivo de Indias que en 1535 Pedro de Mendoza, el fundador, estaba en España.
Y no había entonces vuelos directos de Iberia. Desde aquella gaffe quedó 1536, aunque nunca se coincidió en el sitio: Parque Lezama, Humberto Primo y Defensa, Puente Uriburu, Escobar o Ingeniero Maschwitz. No deben preocuparse por esto último, porque, de todos modos, las actas de fundación se perdieron. ¿Un pequeño tropiezo para nuestra toma de conciencia del Estado?
La primera imagen gráfica de Buenos Aires, realizada por el cronista Ulrico Schmidel, es una escena de canibalismo: el fuerte fue rodeado por los indios. La segunda fundación salió desde Asunción del Paraguay y los españoles fueron minoría: Buenos Aires fue fundada por paraguayos. De los primeros setenta pobladores de Buenos Aires, en 1580 sólo cuatro eran peninsulares.
El segundo round tampoco fue muy heroico: llegaron y se fueron, como consta en crónicas de la época: “Se multiplicaban los animales abandonados; la gente usaba las tierras vecinas para llenar los desniveles de las suyas y se preocuparon, fundamentalmente, por dejarlas a su nombre para venderlas luego”. En menos de nueve años Buenos Aires estaba otra vez vacía. Un acta del cabildo de 1589 les solicitaba a los vecinos que dejaran a alguien en sus tierras.
Hasta el nombre del país resultó una broma cáustica: Argentum, el lugar donde no había minas de plata. No era un Estado lo que se formaba allá, en Buenos Aires. El Estado era el español, el que manejaba la política, la economía, y la vida a discreción. Y que tampoco –como un Estado moderno– estaba formado por iguales. La venta de cargos públicos (el eufemismo bajo el que se ocultaba era “donativo gracioso”) y la autorización de excepciones en un puerto semicerrado generaron una cultura en la que el desarrollo de un Estado era imposible.
A la vez, conscientes del origen ilegal de sus fortunas, los comerciantes de la época “ocultaban sus onzas para evitar la sorpresa de los jueces o la envidia de los vecinos. Sus procedimientos eran sencillos: se especulaba sobre el trigo, reservándolo en épocas de buenas cosechas para hacer subir los precios, realizando ganancias a costa del hambre de sus vecinos; vendían al contado, colocaban su dinero al 5% con garantía hipotecaria o compraban esclavos negros que explotaban hábilmente en los oficios ‘industriales’”, describe Juan Agustín García en “La ciudad indiana”.
“El apego al trabajo fue una rara avis en estas tierras: los españoles arribaron convencidos de su calidad de “hijosdalgos” aunque en verdad distaban bastante de poseer sangre azul. Ni bien desembarcaba el español en Indias, por más modesta que fuera su alcurnia, su primera preocupación era tener uno o varios sirvientes que le ahorraban el menor esfuerzo físico, hasta el mínimo de ir a buscar un poco de agua para tomar”, escribe Emilio Coni en “El gaucho”, en 1945.
De los diez mil habitantes de Buenos Aires en 1744, sólo 33 eran agricultores, mientras una minoría riquísima acumulaba riquezas en base al juego, al contrabando y al tráfico de esclavos. Fue precisamente alrededor del 1600 cuando se levantó en la ciudad la primera casa de juego, cuyo dueño era el Tesorero de la Real Hacienda, capitán Simón de Valdéz. El garito quedaba en la esquina de las actuales calles Alsina y Bolívar y, por supuesto, estaba a tope de funcionarios reales, traficantes y contrabandistas, al punto que debió ser clausurado al poco tiempo. Luego de ser eximido de prisión, Valdéz fundó su segunda “Casa de Trueques”, en un sitio encantador: un local anexo al Cabildo, protegido por la galería del edificio.
La Corona entregaba “concesiones” sobre la venta de determinados productos: mercurio, sal, tabaco, pólvora, riña de gallos y fijaba los precios: una gallina de Castilla, un peso y medio; un huevo, medio real de oro; un vino medio, un peso de oro, según la distancia del puerto hasta la taberna. Frente a la política de la discreción tiene más valor la agenda que el diccionario. Importará conocer a determinadas personas y poder negociar con ellas, ellas transferirán parte simbólica de su poder al gestor favorecido. La ilegalidad aportará, de suyo, un compromiso mayor, la idea de secta o mafia o club privado.
La versión brutal y cotidiana de aquel ejercicio colonial es lo que hoy llamamos clientelismo: sirve para que tu hijo entre a una escuela, para que te regalen un colchón o un empleo en el Estado municipal. Antes se llamaban caudillos, ahora punteros. Curiosa coincidencia: así se llama también, punteros, a los que proveen drogas al por mayor a los dealers. La ley queda así condicionada a la presión de la costumbre: gira al calor del poder en estado de excepción.
Cuando hace algunos años publiqué mi libro en dos tomos “Argentinos”, un trabajo de divulgación histórica que abarcó desde el nacimiento del país hasta el primer gobierno de Néstor Kirchner, Argentina había dictado 177 leyes de amnistía en todas las áreas, impositiva, penal, civil, etc: 124 eran leyes y 53 decretos.
En la historia del país había, entonces, 206 moratorias impositivas: perdones del Estado a evasores, 854 excepciones a distintos impuestos y 49 “pagos únicos y definitivos”, también 17 “pagos por única vez”.
(*) diario clarín 28-02-16 (fragmento) – Ver artículo completo en www.clarin.com
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José, la respuesta fue a su mail particular