¿Cambio …o transformación?
por Jorge Rubiani
Las candidaturas electorales se lanzan casi siempre con emblemas creativos:«nuevos vientos para viejas banderas»,»una nueva forma de hace política” o expresiones que se le parecen. Todas prometen el cambio, pero éste no será tal si no se lo convierte en un instrumento para la transformación.
Y ninguna lista cerrada podría hacer esto posible. Ninguna convertirá una mera declamación, en el cambio que nos transforme. Porque para eso, debemos elegir como autoridades a los ciudadanos adecuados, con listas abiertas. Aunque somos concientes que el «poder real» (el equilibrio de poderes en el Paraguay es una ficción), no permitiría su auto desplazamiento.
Pues las listas abiertas significarían la muerte civil de quienes, con escaso bagaje y capacidades reducidas -salvo honrosas excepciones- ejercen atribuciones y prerrogativas que normalmente exceden a las de los demás poderes de la República. En medio de este panorama, nadie podría justificar la continuidad de las listas cerradas argumentando dificultades de aplicación. Es cierto que tendrá inconvenientes, como seguramente los tiene cualquier otro mecanismo eleccionario, pero nada de lo que se le atribuye puede ser peor de lo que tenemos.
Frente a la deformación de conceptos y procedimientos democráticos, los paraguayos debiéramos preguntarnos: ¿Queremos en realidad el CAMBIO? ¿O sólo queremos cambiar de signos partidarios, de banderas? ¿Hacer uso y abuso de los privilegios que los demás tuvieron? ¿Cambio…o la simple sustitución de nombres?… ¿de un nuevo elenco de funcionarios, embajadores o parlamentarios? ¿Cambio nomás o transformación también? Porque todo lo anterior, si algo cambia, no transforma absolutamente nada. Y lo que necesitamos es transformarnos.
Cambiar de verdad, modificar nuestros hábitos, actitudes. Una transformación social, cultural y colectiva que en un interminable y positivo encadenamiento, nos ponga en el camino de la eficacia, de los procedimientos virtuosos, la calidad en la gestión pública, de la decencia. Y que, fundamentalmente, nos permita frenar lo incorrecto. A penalizarlo, para acabar de una vez con la relativización de la maldad. O de la «banalización del mal”, como escribía la filósofa Rosa Arendt. Poner fin al festín de quienes se perpetúan en las listas porque consiguen -con mecanismos que nada tienen que ver con la idoneidad- ubicarse en los lugares «elegibles» en el grotesco intento de convencernos que «el pueblo los eligió».
La realidad es que el pueblo hoy no elige nada. Y agrava con cada «votación» las deformaciones estructurales de la sociedad. Por lo que no habrá cambios si no terminamos con los vicios, con la picardía, con las malas artes. Si no imponemos lo opuesto y esencial que son la decencia y el predominio de los valores. Para seguir después con lo importante: la lucha contra la pobreza, la corrupción, la falta de educación y de oportunidades laborales. Implementar todo lo que nos permita sentirnos parte de una sociedad igualitaria, tolerante, solidaria… pero fundamentalmente eficiente. En definitivas y para que hagamos posible la transformación, el cambio debe ser “una fuerza espiritual al servicio de la nación”.
Y será así cuando los códigos estén claros. Cuando elijamos en vez de votar. Cuando el imperio de la Ley sea lo normal y no lo accidental o conveniente; cuando cumplamos nuestras obligaciones al mismo tiempo de reclamar nuestros derechos y que elijamos a autoridades mejores que nosotros, esencia de todo liderazgo. Porque si de ellos será el poder sobre nuestras vidas y destinos, a ellos les corresponderá también la responsabilidad de solucionar nuestros problemas. Y de responder a nuestras demandas. Porque si así no lo hicieran, no cargaremos a Dios o a la Patria, lo que debe hacer la Justicia.
Recién entonces, estaremos en condiciones de decir que hicimos el cambio y que hemos transformado el Paraguay. Que lo hemos puesto, si no a la altura de las naciones grandes, al menos en el camino de la decencia. Y el resto vendrá por añadidura…