Bachilleres con títulos, pero sin esperanzas

Por Mario Rubén Álvarez | alva@uhora.com.py

– Peẽ mba′e pejapóta águi rire? – fue la pregunta obligada a unos bachilleres rurales que, con insólitas togas blancas, acababan de recibir sus diplomas en los últimos días del año pasado.

– Che aháta Argentina–pe amba′apo construcción–pe.

– Astudiáta enfermería Paraguaýpe.

– Aháta Paraguaýpe amba′apo de guardia privado.

– Aikéta de niñera chermána omba′apohápe.

– Aprováta Derecho.

– Apytáta árupinte.

– Aikese de empleado público hína.

– Ndaikuaái gueteri mamógotyopa ajapíta.

La mayoría de los nuevos bachilleres solo eran flamantes en la presentación del locutor, que había reservado sus adjetivos más rimbombantes para la noche de colación. Casi todos estaban perdidos en su ropa de gala. Había suficiente luz, pero estaban en una oscuridad con la que la ANDE nada tenía que ver, pese a su costumbre de repartir generosos apagones cada verano.

Pocos sabían el destino de sus próximos pasos. Y, en casi todos los casos, no implicaban continuar formándose, sino hacer algo en la vida para sobrevivir. Oimeháicha rei.

«Ha mba′éiko ajapóta. Apeve che ikatu akostea la ijestudio, ore mboriahu niko», explicó, resignado, un padre de familia que se autocalifica como agricultor, pero que hace rato no cultiva ni rama. «Ágã oñeha′ãva′erã ha′eño. Che akumplíma», remató convencido de haber cumplido su misión hasta donde pudo.

Sin entrar a hurgar en el nivel de autonomía de vuelo que les otorgan 12 años de concurrir a clases, es indudable que llegar a bachiller no significa mucho para poder seguir progresando y alcanzar una mayor calidad de vida. Es más, a la larga, solo sirve para ahondar la decepción, porque habiendo llegado a una escala intermedia de formación académica, resulta imposible subir a otro peldaño.

¿Cuál es, entonces, el futuro de esos muchachos y chicas por quienes sus madres y sus padres – en los casos en los que vivan con ellos– tanto se sacrificaron? Con la mejor intención, les dieron una ilusión que con el tiempo puede convertirse en una inmensa desilusión, porque llegaron a alguna parte, pero en realidad no llegaron a ningún lado aún.

«Chéngo aha rei la Colegio–pe raka′e, porque ãgapeve naséĩ mboriahukuágui», comenta un bachiller, de 27 años, que hace changas, ganando 25 ó 30 mil guaraníes diarios. Él vive en presente lo que les espera a muchos de los recién egresados.

¿Entonces, qué? ¿Hay que dejar de estudiar para no golpearse la cabeza y el alma contra el muro que impide avanzar?

No. Lo que hay que hacer es pelear para que haya equidad en el Paraguay. No es suficiente con que el Estado ofrezca enseñanza gratuita hasta en las compañías más remotas. Los gobiernos tienen que tener políticas para que los jóvenes le puedan dar sentido a su vida, ser útiles a sí mismos y a los demás, y contribuir al crecimiento del país.

La Secretaría de la Juventud, los ministerios de Justicia y Trabajo, Agricultura y Ganadería, Educación y otras instituciones – incluyendo las privadas– , tienen que mirar muy seriamente a los que quedan con títulos, pero sin esperanzas.

No hace falta que todos vayan a la universidad. O a Formación Docente, como sucedía hasta hace poco. Lo que sí se requiere es que todos tengan oportunidades. Eso se llama también justicia.