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Argentinos

Por Luis Bareiro (*)

Si usted fuera un español recién arribado al Paraguay y se adentrara en la campiña, es probable que  luego de intercambiar las primeras palabras con las personas que viven allí su primera impresión fuera que son inusitadamente parcas, con ideas muy básicas, e introvertidas hasta la exasperación.

Foto: EFE

Con el tiempo, si aprendiera su lengua madre, si les hablara en guaraní y no en español, descubriría que en realidad pueden ser muy locuaces, con frecuencia ocurrentes, con una particular agudeza para poner sobrenombres, serviciales como ninguno y notablemente solidarios.

Habrá descubierto que su primera impresión estaba errada y que se aventuró en hacer un juicio de valor sin conocer las particulares circunstancias que les hacen ser quienes son. Si después de eso usted se sigue sintiendo superior a esa gente, quedará claro que el problema no es de ellos, es suyo.

Igualmente, todo aquel que haya convivido con una colectividad argentina –en especial porteña– sabe que esa costumbre de hablar casi a los gritos, de mentar a la madre y a su presunto oficio indecoroso y de exagerar los méritos propios o los de los parientes o los de los amigos o los de la patria no es sino un singular estilo de comunicación, una manera de interactuar que tiene más de pirueta y de humorada compartida que de realidad.

A usted le pueden tratar de hijo de una meretriz aunque en realidad se estén refiriendo a lo bueno que es haciendo lo que hace, a lo audaz que fue para hacerlo o a la suerte que tuvo para hacerlo bien; nunca ni remotamente a las actividades de su madre.

Es probable que de cada cinco palabras que usen con usted, una se refiera al tamaño de sus testículos. Puede que lo hagan por cariño, por bronca o por mera costumbre lingüística, pero podrá estar seguro de que lo que menos les importa son las dimensiones de su intimidad.

Una vez que entienda cuáles son los códigos con los que se manejan terminará por darse cuenta de que más allá del ruido y la aparente soberbia colectiva, la mayoría de ellos pueden ser tan serviciales y solidarios como la gente que conoció acá. Habrá descubierto que los de allá y los de acá son más parecidos de lo que ellos mismos suponen.

Por supuesto, hay engreídos y hay xenófobos y hay discriminadores. Por lo general, son personas que no logran administrar sus propios complejos y que traducen esa inseguridad en petulancia. En contrapartida, encontrará aquí gente que ante los excesos de los desubicados de allá convierten sus propios complejos en un odio irracional hacia todo aquel que provenga de esas tierras.

Conviene recordarlo en estos días de Mundial, en los que hay demasiados fanáticos incurriendo en la estupidez de suponer que la nacionalidad nos hace buenos o malos, humildes o soberbios.

Es el error que cometemos cuando olvidamos que lo que define a la gente son sus acciones, no su pasaporte.

(*) publicado en el diario Última Hora de Asunción, el domingo 13 de julio 2014

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