¿Ladrones de libros?

Helio Vera

El librero Rolón, una víctima más de la inseguridad, estaba legítimamente indignado. Unos ladrones habían entrado en su librería, en pleno centro de la ciudad y la habían dejado el lugar hecho un desastre.

Imagen: misfrasesparati.com

La incursión se realizó a través del techo, como ya había ocurrido en otras casas comerciales del mismo sector, y hasta ahora la policía no había logrado echar el guante a los hábiles y escurridizos sujetos.

No vi las cosas desde un punto de vista tan negativo. En realidad, que haya ladrones que entren a una librería me pareció, más bien, un signo de progreso, un señal de mejoramiento de las cosas. La preocupación por la cultura había llegado por fin a una franja social que siempre la había rechazado. Una librería es, cualquiera lo sabe, una especie de templo del saber, de catedral del conocimiento. Allí se rinde culto al arte, a la ciencia, a la filosofía, expresiones de la gran aventura del intelecto. En las menudas letras que se extienden sobre las hojas de papel se encuentra todo lo que se puede conocer sobre el hombre y el universo.

Me pareció que estábamos a las puertas de la anhelada renovación espiritual de nuestro pueblo. Una especie de maravilloso renacimiento interior, de grata transmutación mental. Ya no serían sólo los exquisitos, los extravagantes y los desatinados quienes buscasen la amigable compañía de los libros. Ahora lo harían también los marginales, los excluidos, los siervos de la gleba, los olvidados de Dios, los perseguidos por la fortuna. ¿Quiénes más abandonados que los delincuentes de poca monta, raterillos, ladrones de gallinas, cuatreros, asaltantes? ¿Quiénes más merecedores de apoyo que estas almas trituradas por Tacumbú, carne de comisarías?

Ya podía avizorar un panorama prometedor: un peajero disfrutando de la lectura de Shakespeare o riendo con las escenas más agradables de Moliére; un caballo loco ensimismado con las aventuras de Jean Valjean en “Los miserables”, o entrando a la cueva de Montesinos con Don Quijote; un descuidista disfrutando las aventuras del lazarillo de Tormes, o sollozando con los momentos más tristes de” La dama de las camelias”. Era, admitámoslo, un sueño fascinante.

Después de todo, las cosas no parecían tan negativas. Claro, había una víctima en este caso: el librero Rolón, quien tiene, desde luego, mi entera solidaridad. Pero, bien miradas las cosas, uno podía reflexionar que no hay mal que por bien no venga. Tal vez estábamos ante los primeros frutos de la Reforma Educativa, empresa que lleva años de duración y que se propone, según explican sus diseñadores, promover en el joven la curiosidad por el saber.

Evidentemente, el virus de la curiosidad intelectual había inoculado a un grupo de amigos de lo ajeno. La Reforma, pues, estaba logrando sus primeros frutos, después de años de trabajosos zigzagueos, de idas y venidas, de experiencias y frustraciones. Tal vez ella los llevaría a superarse, a dejar el camino del delito, a reencontrarse con la sociedad, a recobrar el respeto por la propiedad privada. Era, pues, un horizonte alentador capaz de generar un sano optimismo colectivo, algo así como el amanecer que despunta en el fondo de una llanura en tinieblas.

Se lo dije, tímidamente, a Rolón, sabiendo que estaba diciendo algo injusto para él. Su indignación no bajó de punto.
No digas pavadas exclamó.
*Pero tanto dinero te robaron?– pregunté.
–Noooooo. No había un centavo que robar.
*Entonces por qué tan pichado?
–Por el desorden en que dejaron la librería. Juntaron todos los libros en un montón contra la pared y subieron sobre él para entrar a la joyería de al lado. de mi negocio no se llevaron un solo libro. Pero imaginate el trabajo que va a costar reordenar todo. Tardaré varios días.
Lector, se lo confieso. Estos ladrones me han decepcionado