Las últimas navidades del Mariscal López

Por Noelia Quintana Villasboa (*)

 ¿Cómo fueron las dos últimas navidades que el mariscal Francisco Solano López pasó en el campo de batalla, antes de la batalla final en Cerro Corá?

mcal-lopez-imagen

A  150 años de la Guerra de la Triple Alianza (1864-1870), la historiadora Noelia Quintana Villasboa, autora del libro»Las Residentas», narra esos especiales momentos que vivió el conductor del ejército paraguayo.

El  25 de diciembre de 1868 sorprendió al Mariscal López en Itá Ybaté. Jamás se vio una Navidad más desoladora.

Después de la victoria paraguaya del día inicial de la batalla de las Lomas Valentinas, el enemigo quedó desconcertado.

Derrotado el comandante del ejército brasileño, el Duque de Caxias había perdido, según Rio Blanco, 5.805 hombres y 416 oficiales. La tercera parte de su ejército había sido aniquilada y tuvo que llamar a los argentinos para reforzarlo.

Había prescindido de sus aliados, seguro de alcanzar la victoria final y después de decirse invencible en arrogante proclama, presenció la derrota y fuga de sus soldados. Sangraba su amor propio. El mariscal del Imperio no podía explicarse aquel fracaso inesperado, necesitaba vengarse, necesitaba borrar aquel desastre con un ruidoso triunfo.

Pero Caxias ignoraba que había sido vencido por un ejército de fantasmas, por las sombras de un ejército desaparecido. No sabía que cuando sus tropas regresaban desbandadas, no le quedaba al mariscal López sino noventa hombres sanos.

Su fracaso tocaba los límites de lo inverosímil; su derrota, más que trágica, era vergonzosa. ¡Noventa hombres sanos! Solo noventa frente a todo el ejército de la Triple Alianza. Aquellos noventa hombres hacían un ruido infernal en Ytá Ybaté, para hacer creer al enemigo que aún les restaban fuerzas suficientes para volver a vencerlo.

Nuestros cañones no descansaban. Concentrados en la cresta de la colina, vomitaban sus andanadas de metralla sobre Cumbarity, nuestro cuartel general era como un volcán en erupción. Nuestra artillería parecía afirmar nuestro poderío y desafiaba al invasor, servida por nuestros noventa soldados victoriosos.

El viejo marqués se guardó bien de resistir en el ataque. La derrota lo hizo cauteloso, reorganizó sus tropas y con el concurso de los argentinos volvió a reunir dieciséis mil hombres de las tres armas.

El Mariscal López entre tanto recibió algunos refuerzos.

Durante tres días no dieron señales de vida los enemigos, solo cuando terminó el reajuste, el marqués de Caxias se sintió con fuerza para reiniciar la batalla, tan infelizmente comenzada. Pero antes intimó rendición al Mariscal en una nota insolente y descomedida.

La penúltima Navidad – Era el 24 de diciembre de 1868. Solano López acababa de escribir su testamento, seguro de que llegaba su última hora en el altar de la Patria. Todo cuanto podía dar de sí lo había dado a su país y solo le faltaba ofrendar la vida.

No pudiendo vencer, no le quedaba sino morir, fiel a su lema de soldado y a su solemne juramento. No podía imaginarse que aún le quedaba mucho que andar en el camino de la infame guerra aliada. No sabía cuán lejos aún estaba del Gólgota de Cerro Corá. Ignoraba que aquella prueba por la que pasaba no sería la más amarga ni la última que le reservaba su implacable destino.

La nota del enemigo fue leída por el mariscal en medio de la expectación de sus jefes y oficiales. La leyó en voz alta, para que todos se enteraran de sus términos. Un grito unánime de reprobación, un grito airado de protesta, fue el comentario colectivo de aquel documento cruel e insultante, en el que el vencido de ayer vengaba su humillación ofreciendo la vida a sus vencedores, al precio de la ignominia.

El Mariscal López se dispuso en el acto a contestarla, bajo un gigantesco árbol de juasy’y dictó a su secretario, el comandante Palacios, la célebre nota que es como un testamento de gloria.

Aquella pieza histórica brotó desde lo más hondo de su corazón, con toda la energía de su alma indomable. Fue como la interpretación heroica del grito sublime que acababa de escuchar de sus compañeros de armas.

En esa nota inmortal habla el Paraguay. (leer texto en www.ultima.hora.com)

El enemigo imponía una rendición sin condiciones. Nuestra respuesta no admitía dudas. «El soldado paraguayo se abre una ancha tumba en su patria, antes que verla humillada». Y dispuestos estábamos a morir, antes que aceptar la imposición del invasor.

La tarde declinó, el sol se puso y cayeron las sombras de la noche.

El mariscal, solitario en su carpa de campaña, se abismó en sus meditaciones, su reloj de oro, sobre cuya tapa también se leía su lema de «Vencer o morir», iba marcando los segundos, que se despeñaban en las profundidades de su inmenso infortunio.

Cuentan que a medianoche apareció en la puerta de su tienda, era el único que velaba en aquella Navidad. Silencio de muerte sobre el campo en que apenas se adivinaba la silueta de sus pequeños soldados dormidos. La luz nocturna de la naturaleza contrastaba con la ira desatada de los hombres de la alianza. El sueño reparador de amigos y enemigos, mientras él apuraba el cáliz de todos sus dolores, la amargura de una impotencia desoladora.

Y desde lejos, desde las entrañas del tiempo, llegaban hasta él los alegres repiques de las campanas, la algarabía sonora de los bronces sagrados, anunciando el nacimiento del Redentor del Mundo, del que enseñó a amarnos los unos a los otros. Repiques de campanas que resonaban en su memoria y en su corazón.

Esa era su Navidad en el infortunio de la Patria. La patria era su madre, era su dolor y suya era su angustia en aquellas horas anunciadoras del alba que llegaba, del alba en que ya no sería el alegre repique de campanas sino el ronco bramar de los cañones.

Cuando vino el día, el mariscal, agobiado por la pesadumbre de aquella lúgubre Navidad, había recobrado su serenidad y calzaba otra vez el pesado coturno de la tragedia, en el teatro de la epopeya.

La última Navidad – Pero no era todavía la hora nona. Otra Navidad, más lúgubre le esperaba.

Un año después, el 25 de diciembre de 1869, acampaba en Sanga-hú , sobre el paso del Aguaray.

Cerro Corá ya no estaba lejos. Panadero y Chirigüelo eran los ásperos senderos próximos que habían de llevarlo a su destino final.

Se disponía una vez más a morir en los confines de su país, después de defender íntegramente el territorio nacional. Una naturaleza salvaje le rodeaba. El enemigo sabiendo claramente su posición le seguía a prudente distancia, sin atreverse a llegar a él. Casi solo, era un gigante a los ojos del invasor.

La lucha a esta altura ya era entre el Imperio y su persona, que era el Paraguay fundido en un solo hombre. Y allí, en Sanga-hú , en aquella negra hondonada, rodeado de bosques milenarios, pasó su postrera Navidad.

Como dijo un poeta: «Se sintió inmenso, porque se sintió la Patria»

Esa sí fue su última Navidad, de ahí partió resuelto al martirio, del Aguaray al Aquidabán. Y así llegó la lucha final, la intimación cruel del vencedor y la respuesta que sigue repercutiendo, que quedó en la memoria de todo un pueblo y que resuena en inmarcesible clamor en los campos de batalla: «¡Muero por mi Patria!».

 

(*) ultimahora.com (21-12-2016) Asunción, Paraguay.