Por Pablo José Hernández
“Buenos Aires, cuándo será el día que me quieras”, se preguntó, alguna vez, Manuel Puig. No está dada, aún, la respuesta definitiva, pero su nombre se ha instalado con fuerza en la calle Corrientes: por un lado en las librerías, pues se han reeditado buena parte de sus textos, pero también en las luminosas marquesinas porque El beso de la mujer araña, musical protagonizado por Valeria Lynch con notable suceso de público, está basado precisamente en una de sus novelas.
Podrá calibrarse en toda su importancia su figura, sin embargo, solo si agregamos que José Amicola, un crítico especializado en su obra, señaló a Clarín el 8 de abril de 1993 que “en el extranjero, a Puig se lo coloca a la altura de Borges y de Cortázar”. Es un formoseño, en tanto, quien ha posibilitado el conocimiento de sus opiniones sobre los más diversos temas al publicarse, en 1992, Conversaciones con Manuel Puig, un atrapante volumen que reúne los reportajes que le efectuara en diferentes momentos y países.
Por eso a Armando Almada Roche están dirigidas, hoy, nuestras preguntas y la primera tiene que ver, claro, con esa doble vocación de escritor y periodista. En un juego creativo, el autor formoseño recurrirá a las palabras de otros escritores para responder:
El periodismo me enseñó a trabajar. Es mentira eso de que el periodismo frustra a un escritor. Al contrario. Lo forma, lo entrena, le enseña a medir. O si no fíjese en esto. Nuestros más grandes escritores fueron periodistas. Es una suerte de tradición argentina… Borges hizo periodismo, Mallea y Roberto Arlt también. Existen muchos otros que hacen periodismo y son muy buenos escritores… A mí me ha sido (y es) muy provechoso ejercer el periodismo. Gracias a este oficio trabajé mi prosa y me ejercité en la precisión y en la brevedad.
Cabe consignar, a este respecto, que La Opinión, Tiempo Argentino, La Nación, Clarín y La Prensa fueron algunos de los diarios que recogieron su actividad en la materia. Gabriel García Márquez, Juan Rulfo, Nicolás Guillén, en tanto, integraron junto a otros grandes de la literatura americana el universo de los reporteados por él. También nos interesa, no obstante la importancia de su faceta periodística, el saber del escritor y de su obra.
Lo que usted dice es cierto, pero también es verdad que puede ser útil el conocer determinadas facetas previas a la escritura. Saber, por ejemplo, cómo nacen sus novelas o sus cuentos.
Algunas veces tengo la historia. Otras la invento a medida que escribo y no tengo la menor idea de cómo va a salir. Todo cambia a medida que se mueve. Ese movimiento es el que produce el cuento o la novela. Algunas veces ese movimiento es tan lento que no parece serlo, pero siempre hay cambio, siempre hay movimiento.
¿Como en la vida?
La vida es movimiento y el movimiento tiene que ver con lo que hace mover al hombre, esto es la ambición, el poder, el placer.
El escritor es responsable sólo ante su obra. Será completamente despiadado si es bueno. Tiene un sueño y ese sueño lo angustia tanto que debe librarse de él. Hasta entonces no tiene paz. Todo lo echará por la borda con tal de escribir el libro: honor, orgullo, decencia, seguridad, felicidad. Lo único que puede alterar al escritor es la muerte. Los que son buenos no se preocupan por tener éxito o por hacerse ricos. Cuando escribir se convirtió en el vicio principal y el mayor placer –creo que con Hemingway-, sólo la muerte puede ponerle fin. La estabilidad económica es una gran ayuda porque libera de la preocupación. La preocupación destruye la capacidad de escribir.
Algunos de mis personajes provienen de la vida real, pero mayormente los invento a partir del conocimiento, de la comprensión y de la experiencia de la gente. Si un escritor deja de observar está liquidado. Pero no observo constantemente ni pienso cómo será aprovechable lo observado. Eso puede ser bueno al principio, pero después todo lo que vi entra en la gran reserva de cosas conocidas. Cuando considero que debe salir, lo hago.
-¿Cuánto influye en su escritura, si es que lo hace, la técnica?
Si el escritor está interesado en la técnica, más vale que se dedique a la ingeniería o a la genética. Para escribir una obra no hay, a mi juicio, ningún recurso mecánico, ningún atajo. El joven escritor que siga una teoría es un tonto. Uno tiene que aprender de sus propios errores.
-No siempre, de todas maneras, es sencillo ignorar la técnica.
-¿Le da usted, Almada Roche, importancia a la crítica?
-El escritor verdadero no tiene tiempo para escuchar a los críticos. Los que quieren ser escritores leen las críticas, los que escriben (que son dos asuntos diferentes) no tienen tiempo de leerlas.
-¿Y no se le ocurre pensar o fantasear, al menos en algún instante, sobre cómo será su probable lector?
La única obligación del escritor es hacer una obra lo mejor que pueda hacerla. Yo no tengo tiempo para pensar en quien me lee. No interesa la opinión de Juan Lector sobre mi obra ni sobre la de ningún escritor. La norma que tengo que cumplir es la mía, y me hace sentir bien, de la misma manera que ver un pájaro. Quiero que nadie me odie, ni me envidie, ni me quiera, ni me necesite.
El escritor no tiene importancia, sólo lo que él crea es importante, ya que no hay nada nuevo que decir. Shakespeare, Balzac y Homero escribieron sobre las mismas cosas, y si hubiesen vivido mil o dos mil años, los editores no habrían necesitado a nadie más desde entonces.
Algunos escritores –o al menos sus obras- sí tienen importancia para usted.
Los libros que leo son los que conocí y amé cuando era joven y a los que vuelvo como se vuelve a los viejos amigos: el Antiguo Testamento, Dickens, Conrad, Cervantes, Flaubert, Balzac, Dostoievsy, Tolstoi, Shakespeare. Prefiero leer a escuchar, el silencio al sonido. La imagen producida por las palabras ocurre en el silencio. El trueno y la música de la prosa tienen lugar en el silencio.
Además del libro de Puig, Almada Roche ha publicado la biografía “José Asunción Flores, pájaro musical y lírico”, el tomo de reportajes “Rostros paraguayos”, su novela “El ángel de la muerte” y su libro de cuentos “La llaga perfecta”. Está a punto de aparecer, por otra parte, “La celeste historia de mi corazón”. No está demás, pues, interrogarlo acerca de cómo se siente con su obra.
¿Y está conforme con sus novelas?
El novelista –parafraseando a William Faulkner- nunca debe sentirse satisfecho con lo que hace, nunca es tan bueno como podría ser. Hay que soñar y apuntar más alto cada día no preocuparse por ser mejor que sus contemporáneos o sus predecesores, tratar de ser mejor que uno mismo. Un escritor es una especie de criatura impulsada por demonios. No sabe por qué ellos lo eligen y suele estar demasiado ocupado para preguntárselo. Sería capaz de robar, tomar prestado, mendigar o quitar a cualquiera con tal de realizar su obra.
¿No sintió, alguna vez, la tentación de superar a algún escritor de antaño?
Yo solía tratar de escribir mejor que ciertos escritores muertos de cuyo valor estaba seguro. Pero desde hace mucho tiempo trato simplemente de escribir lo mejor que puedo. El hombre es mortal y la única inmortalidad que le es posible es dejar tras de sí algo que sea tan inmortal porque siempre se moverá. Esa es la manera que tiene el escritor de escribir.
Cada uno tiene su propia conciencia y no debería haber reglas sobre cómo debe funcionar una conciencia. De lo único que estoy seguro en el caso de un escritor politizado, es de que, si su obra perdura, el lector tendrá que pasar por alto su contenido político cuando lo lea. Muchos de los llamados escritores politizados cambian de actitud política con frecuencia. Esto es muy excitante para ellos y para sus revistas político-literarias. Algunas veces tienen incluso que reescribir sus puntos de vista… y de apuro. Tal vez ello sea respetable como una forma de búsqueda de la felicidad.
Hasta aquí llegaba, claro, la entrevista que le hiciéramos en 1995 y que con el título de Formosa, cuándo será el día que me quieras, apareciera como ficha de la Universidad Nacional de Formosa y también, el 6 de agosto, reproducida en el diario La Mañana. Tiene sentido reiterarla en forma textual, creemos, porque marcaba el estado de ánimo y la prudencia con que el escritor se aprestaba a regresar para disertar el 7 en la capital provincial y el 8 en Clorinda. El hacer propias las palabras ajenas para responder al reportaje y la reticencia a hablar en él de su tierra tienen que ver, sin duda, con ese particular clima emocional que generaba el reencuentro.
La expectativa de sus coterráneos se sintetizaba, a su vez, en esa poesía que para la ocasión escribió el profesor Dionel Filipigh: “No será importante nacer, sino crecer, / no será suficiente crecer, / si no es constante… / Y entonces importará regresar / a mirar desde otro horizonte / las cosas distintas y las comunes… / porque habrá un viento norte en este agosto / con el polvaredal de siempre / y los lapachos florecidos / y las santarritas prendidas a las verjas, / y las gravileas y los ‘ambaíes’ / y la caña con ruda, / y la gente bilingüe / y Asunción enfrente”.
El éxito de la charla en Utopía 2000 a la que se agregó un encuentro con estudiantes en el Macedo Martínez, se transformó en emoción cuando tras hablar en la confitería Molinos del Quijote de Clorinda fue saludado por algunos ex compañeros con quienes había cursado la escuela primaria. Fue allí cuando sintió que estaba otra vez en su casa. No está de más, entonces, explicar el largo paréntesis.
“Como era yo entonces un incansable conocedor de los rincones y personajes de Clorinda, Armando me empleó como guía y lenguaraz. Le traducía del guaraní al castellano y viceversa y lo llevaba por los sitios más inimaginables en busca de escenarios naturales. Y aprovechando mi trabajo de ‘baqueano’ le insistía: ‘quiero trabajar en su película, de lo que fuere’. Él me acariciaba la cabeza, tierno. Isabel sonreía.
El hecho de que al día siguiente de este encuentro los visitantes se fueran al Paraguay no amilanó al joven Almada: “crucé el río Pilcomayo, burlando a los gendarmes (primero en canoa, en carrito y por último en lancha), y llegué a Asunción. Me apersoné en lo de mi abuela y le entregué la nota de mis padres. ‘Jesú che Dio’, dijo ella escupiendo el jugo de su tabaco. Enseguida mis tías (Trota y Graciana) se pusieron a mi favor al saber que su sobrino trabajaría con un señor que vino (jhe’i ningó, dice que) desde ‘güeno aire’. En ningún momento les dije que era artista”.
Cuando por fin pudo ubicar al cineasta y a la actriz, que “estaban alojados en el Gran Hotel del Paraguay, en las afueras, al verme se quedaron sorprendidos
‘El puesto de guía y lenguaraz sigue siendo tuyo’, se rió Armando Bó”. La firmeza de la abuela impidió que Armando siguiera a su tocayo a los lugares de filmación. De todas formas, prosigue el escritor, “a partir de aquel frustrado trabajo me quedé en Asunción. Luego estudié teatro y periodismo y regresé pocas veces a Clorinda”, ciudad de la cual se alejaría aún más cuando viajara a Buenos Aires para cumplir con el servicio militar en el regimiento de Patricios de Palermo. En la Capital Federal se quedaría luego colaborando con diferentes diarios y escribiendo sus libros. En éstos, claro, no dejarían de estar presentes ni Clorinda ni el Paraguay.
A dos músicos fundamentales de ese país, precisamente, dedicó Almada Roche sendos libros. El primero, José Asunción Flores, pájaro musical y lírico, apareció en 1984 y en él el autor aclara que “nuestro trabajo consistió en compilar cintas, cartas y otros escritos. Pero fundamentalmente esta obra fue hecha en base a un original escrito por el propio maestro, firmado por su puño y letra”.
Con tal excepcional materia prima Almada consiguió plasmar en un volumen la biografía de Flores y, en cierto sentido, la de su creación, la guarania, ese estupendo género musical en que “están también las rebeldías y esperanzas del pueblo paraguayo”. A la más conocida de sus canciones, India, Ortiz Guerrero le escribió una letra que invita a la transcripción: “india, bella mezcla de diosa y pantera, / doncella desnuda que habita el Guairá; / arisca romanza curvó sus caderas / copiando un recodo del azul Paraná”.
Herminio Giménez, viento del pueblo, completa esta faceta de su obra. En un collage de narración histórica, reportaje y testimonios van apareciendo los momentos fundamentales de la vida de quien supo decir, al hacer el balance de su largo exilio, que “en los países que he vivido –Brasil, la Argentina- hallaba eternamente semejanzas con el mío. Aprendí a amarlos, como a mi tierra, puesto que me dieron cobijo y en ellos pude desarrollar el vuelo de mi arte: la música”.
Vale entresacar del libro, además, algunos juicios que calibran la calidad musical y humana del personaje. “Un músico mayor que llevó lejos la música de su país” lo considera Eduardo Falú, quien agrega que, “Asunción Flores y él, sin olvidar al grandísimo Agustín Barrios, fueron los que jerarquizaron la música paraguaya”. Ramona Galarza, nada menos, es la que remarca que “fue una especie de padre para mí. Él me dio el espaldarazo principal en mi carrera artística en la película Alto Paraná”.
A veinte años del libro primigenio, por otra parte, en el 2004 Almada Roche reincide con José Asunción Flores, compañero del alma, compañero. El texto, magnífico complemento del anterior, tiene ahora un final que las circunstancias de antaño habían dejado pendiente. En 1991, “con el tímido arribo de la democracia, sus restos son repatriados al Paraguay, su tierra añorada”, ocasión en la que “su féretro es colocado en la plaza Manuel Ortiz Guerrero – José Asunción Flores, sobre la avenida Mariscal López, a quien él tanto admiraba”.
La palabra, primer territorio libre de América, editado por la Universidad Nacional de Formosa en 1997, tiene que ver con aquel viaje del reencuentro. Es útil recurrir pues a las palabras de Héctor Gambarini, el entonces delegado organizador de la mencionada casa de estudios, quien en el prólogo de la edición no dejó pasar por alto un detalle clave: “una peculiaridad, además, le da una trascendencia distinta a esa publicación: Armando Almada Roche, su autor, es formoseño. El hecho no es anecdótico ni tiene que ver con mezquinos localismos. Muestra, eso sí, en su enfoque y en la historia personal del autor que informa después su labor periodística, la presencia de una particularidad y éstas, las particularidades, son, al decir de Octavio Paz, las que deben defenderse para que crezca la cultura universal”. Una lista incompleta con los nombres reporteados basta, en tanto, para calificar la importancia del volumen: Jorge Luis Borges, Julio Cortázar, Ernesto Sábato, Augusto Roa Bastos, Elvio Romero, Juan Carlos Onetti, Jorge Amado, Pablo Neruda, José Donoso, Manuel Scorza, Mario Vargas Llosa, Arturo Uslar Pietri, Gabriel García Márquez, Juan Rulfo y Nicolás Guillén. Las palabras de María Rosa Lojo en el suplemento cultural del diario La Nación confirman la validez del tomo: “los reportajes de Almada Roche prefieren en general ese estilo que suele llamarse ‘sin concesiones’, y ése es un atractivo, porque sus preguntas tocan muchas veces puntos neurálgicos y no suelen debilitarse en la complacencia o la adulación”.
La narrativa del escritor formoseño, a la vez, parte de El ángel de la muerte, libro publicado en 1986 que tiene como base un hecho real, los crímenes seriales de Ángel Robledo Puch, para construir un texto en donde la intriga policial se nutre con las técnicas del periodismo, de la literatura y del alegato testimonial. El ambicioso proyecto, sin embargo, no alcanza su plenitud. La acumulación de datos y el engorro interpretativo conspiran contra la dinámica de la novela.
Sapucay, el libro de cuentos de 1999 lo reinserta en ese género en que suele moverse con tanta comodidad como rigor. María Esther de Miguel, la escritora entrerriana que alcanzara una bien merecida notoriedad con la novela El general, el pintor y la dama, señaló al respecto que con este libro el narrador formoseño, “en esta requisitoria impiadosa a su pueblo, pareciera obrar como cirujano que busca el hongo obsceno, la protuberancia donde prolifera el pus y el mal, los repliegues que esconden la traición, para conjurarlos en beneficio de la solidaridad. Su palabra obra así como exorcismo. Y ¿qué tarea más alta que esta de exorcizar males, puede caberle a un escritor?”.
La conclusión de la autora, contundente, ha de servirnos también como auspicioso colofón del balance intentado: “con este hermoso y dramático puñado de cuentos, Sapucay, Armando Almada Roche se incorpora a la mejor narrativa argentino-paraguaya”.
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