La niña Francia…

(Romance de la niña Francia) **

 

María Concepción Leyes de Chavez (x)

Un toque de corneta quebró la calma de la tarde. Al oírlo, hombres y mujeres cerraron puertas y ventanas, se retiraron a los ángulos más apartados de sus aposentos y permanecieron quietos respirando apenas.

Las casas parecían replegadas bajo las inclinadas vertientes de los corredores; los cerrados portales encogíanse dentro de las paredes de grueso adobe; ni el perro ladraba a la distancia. El toque de corneta se alejó por un extremo de la calle; por el otro apareció un jinete, encorvado sobre la montura de un forro carmesí. La alfombra de arena, tibia de sol, apagaba el rumor de los cascos de su caballo. El sombrero de fieltro de anchas alas, no permitía distinguir más que el pronunciado mentón y la trenza larga, bien peinada. Una chaqueta abotonada le ceñía el magro talle. Era el doctor José Gaspar Rodríguez de Francia, El Supremo, que realizaba su paseo habitual. Esa tarde dirigíase a su quinta de Ybyra-í, donde pasaría el fin de semana.

Es domingo. En la iglesia de Trinidad la gente se arremolina a la salida de misa. Un muchacho alto y de elegante porte avanza con paso firma hacia la arboleda del fondo de la Iglesia. Por la otra galería, una niña ha salido de la iglesia y también se dirige hacia allí. Van a encontrarse en secreto.

Están enamorados. Todo comenzó un día que el muchacho levantó el pañuelo que la niña dejó caer a la salida de misa, hace ya algunos meses. La pasión ha ido alimentándose en secreto y el amor fue creciendo.

Ahora los jóvenes hablan sobre la posibilidad de comprometerse. El muchacho no se anima a enfrentar al tutor de la niña sin que ésta hable antes con él explicándole sus sentimientos. ¡Es nada más y nada menos que el Supremo! Don José Gaspar Rodríguez de Francia, en el apogeo de su gobierno, se muestra inaccesible aún para la niña. Es parco. Parece haber perdido el don de la elocuencia que lo llevó a encabezar el primer grito de independencia americano.

La niña promete hablar con su tutor a la brevedad. El mozo promete volver a verla a través de la reja de su casa y llevarle flores silvestres.

Días más tarde el Supremo habla con la niña. Ella le cuenta que tiene un pretendiente y que el joven desea hablar con él. Su semblante se mantiene serio escuchando a la niña. Pregunta con interés fingido el nombre del muchacho.
– Se llama José Antonio Rojas de Aranda.
¿Dónde os veis?
– A la salida de misa, los domingos en Trinidad.
 Puedes retirarte…
Ella, feliz de haber confesado su amor, va hacia sus habitaciones.
Pero el Supremo llama a las criadas y sentencia con voz grave y alta:
– Ninfa no volverá a salir de esta casa. Se prohíbe terminantemente las misas del domingo y cualquier otra actividad.

Y dicho esto, Don Gaspar sale al patio, desata su caballo, y se va.
El Supremo se pierde en sus pensamientos mientras cabalga. Piensa en su juventud… Maldice a la familia Rojas de Aranda, que desde siempre tenían el poder de la seducción. Uno de ellos se había interpuesto en el amor que José Gaspar profesaba por una joven y lo había humillado, conquistando a quien él tanto amaba.

Imagen: portalguarani.com.py

Ahora otro Rojas de Aranda en su camino, queriendo llevarse el único afecto de su vida. Pero esta vez era él quien podía evitar la concreción del amor. El destino había dado una vuelta completa. Jamás permitiría que uno de aquellos se entrometiera de nuevo en su vida. ¡Jamás!
Mientras la niña, que ha escuchado las palabras del tutor, rompe a llorar amargamente. Lloró hasta que la noche se fué cerrando sobre la arboleda de naranjos que rodeaba la casa.
A las 10 de la noche, un jinete llega hasta el naranjal y se apea de su caballo. Lo esconde entre los árboles y se dirige a hacia la casa. Da un rodeo y se acerca hacia una de las ventanas enrejadas. Allí lo espera la niña. Es su amado.
– ¿Qué pasó con nuestra petición?
Ella relata la entrevista con el Supremo.
– Todo se arreglará muy pronto -dijo el muchacho antes de marcharse.
Llegó el día siguiente. Y el otro. Y el otro…

Nunca más se supo del muchacho. Nunca más volvió a visitar a la niña y la niña nunca más volvió a salir de aquella casa. Los días que pasaron por su vida fueron todos iguales. La niña no dirigía su mirada a nadie.

Apenas si probaba bocado de las comidas que les servían las criadas de Francia. No hablaba nunca con nadie. No contestaba las preguntas que se le hacían. Pero por las noches, se pegaba a la reja de su ventana y miraba la luna añorando a su amado.

De pronto le parecía que asomaba entre los naranjos la esbelta figura, pero todo se reducía a su imaginación. El hombre de sus sueños no volvería a aparecer.

El perro de la casa, al que el joven siempre acariciaba con esmero, ladró muchas noches desconsoladamente. Ladró insistente una noche nublada en la cual las estrellas se escondían en los oscuros nidos de las nubes. El Supremo estaba allí. Había pasado largo tiempo desde aquella noche aciaga en la que pronunció su sentencia. Ahora volvía.

Ella, enloquecida por la furia, dijo a las criadas:
– No quiero verle. Él no es mi padre. Es un monstruo. Me quitó el amor. No quiero verlo!
Pero las criadas la arrastraron ante la presencia del Supremo. La niña se paró frente a él.
– Te odio. Te odiaré toda la vida…
El Supremo se retiró. Nunca más volvería a aquella casa.
A la muerte del hombre, en su testamento no se encontró ninguna mención a la niña. Las criadas se hicieron cargo de ella.

La niña Francia murió, tal vez de pena, tal vez de locura de amor, una mañana soleada. Cuatro soldados llevaron su ataúd y las fieles mulatas le acompañaron como único cortejo.

 

 ** del libro Río Lunado- Mitos y Costumbres del Paraguay (versión libre)

(x) Educadora, narradora, dramaturga y periodista. Prolífica escritora y consumada conferencista (Caazapá 1891/ Asunción 1985)